jueves, 25 de marzo de 2010

Sesión 11: La Esperanza

¿QUÉ ES LA ESPERANZA?

La esperanza no es una simple disposición anímica o una cuestión de carácter que defina sólo a las personas de “naturaleza optimista” y esté ausente de personas con tendencia al pesimismo. Como ha demostrado el filósofo alemán Ernst Bloch en su obra El principio esperanza (verdadera enciclopedia de utopías), la esperanza es una determinación fundamental de la estructura del mundo, un principio siempre presente y actuante en la realidad objetiva, y un rasgo constitutivo del ser humano. Principio-esperanza: he aquí la noción central de la filosofía de la esperanza que voy a intentar explicitar a continuación.
El determinismo mecanicista entiende la materia como un simple foso de sustancias químicas e identifica la realidad con lo dado aquí y ahora. La realidad tiene pasado y presente, pero no futuro. Se ubica en el terreno de los hechos, de lo “contante y sonante”; se mueve a ras del suelo sin lograr levantar nunca el vuelo. Sólo considera real y verdadero lo que puede verificarse empíricamente. Lo demás o no existe o no es verdadero. El único lenguaje válido para el determinismo mecanicista es el descriptivo. En esta visión de las cosas, la realidad es más importante que la posibilidad; más aún, ésta queda excluida del horizonte de aquélla.
Sin embargo, para la filosofía de la esperanza, la materia es creadora y activa; la realidad no se reduce a algo inmóvil, sólido, simple, inerte, pasivo; tiene carácter abierto y dinámico. En la realidad no sólo hay presencia, sino también – y de manera preferente- posibilidad. La realidad no es un calco de lo ya acontecido ni el resultado matemático de la suma de lo pasados y presentes. Tampoco debe entenderse como un circuito cerrado de comunicación con el exterior. Se nos presenta, más bien, como un espacio abierto sin límites, de un torrente de agua sin compuertas. Se parece más a una caja de sorpresas que al eterno retorno de lo mismo. Su principal característica es la novedad, no la repetición. Diría más.
Lo real está en proceso o, mejor, es proceso: está siempre en marcha, en permanente construcción, en ininterrumpida creación. En dicho proceso puede suceder todo, nada está decidido de antemano. Por lo mismo, los hechos no son fenómenos aislados e irreversibles, sino momentos de un proceso que discurre con fluidez, aunque no siempre en línea recta sino, con frecuencia, en zig-zag, con avances y retrocesos.
Conforme a esta filosofía de la realidad, no vale decir “las cosas son como son”, pues pueden- y deben ser- de otra manera.
El mundo no se encuentra terminado ni mecánicamente determinado. Ni siquiera las cosmologías y cosmovisiones que consideran el mundo como creación de Dios o de los dioses tienen una idea determinista de él. En el mundo – afirma Bloch- “se dan posibilidades objetivas…, ocurren cosas verdaderamente nuevas. Cosas que verosímilmente aún no le habían ocurrido a ninguna realidad… hay condicionamientos que nosotros no conocemos aún, o que ni siquiera existen por ahora. Vivimos rodeados de la posibilidad, no sólo de la presencia. En la prisión de la mera presencia ni siquiera podríamos movernos o respirar”.

martes, 16 de marzo de 2010

Sesión 10: El camino de la felicidad

El Camino de la Felicidad

Una tarde, hace muchísimo tiempo-
Dios convocó a una reunión.
Estaba invitado un ejemplar de
Cada especie.
Una vez reunidos, y después de
Escuchar muchas quejas, Dios
Soltó una sencilla pregunta: “¿En-
tonces, qué te gustaría ser?”; a la
que cada uno respondió sin tapu-
jos y a corazón abierto:
la jirafa dijo que le gustaría
ser un oso panda.
El elefante pidió ser mosquito.
El águila, serpiente.
La liebre quiso ser tortuga, y la Tortuga, golondrina.
El león rogó ser gato.
La nutria, carpincho.
El caballo, orquídea.
Y la ballena solicitó permiso
Para ser zorzal…
Le llegó el turno al hombre,
Quien casualmente venía de reco-
rrer el camino de la verdad, hizo
Una pausa y esclarecido exclamó:
“señor, yo quisiera ser…feliz”

Vivi García, “Me gustaría ser”.


La felicidad es un tema tan profundo y tan necesitado de estudio como lo son la dificultad de comunicación, la postura frente al amor o la muerte y la identidad religiosa.

El comienzo

En su libro El hombre en busca del sentido, el doctor Victor Frankl –quien sobrevivió a los campos de concentración nazis—nos dice que si bien sus captores controlaban todos los aspectos de la vida de los reclusos, incluyendo si habrían de vivir, morir de inanición, ser torturados o enviados a los hornos crematorios, había algo que los nazis no podían controlar: cómo reaccionaba el recluso a todo esto. Frankl dice que de esta reacción dependía en gran medida la misma supervivencia.

Las personas son idénticamente diferentes; es decir, todas tienen dificultades y facilidades, pero la correspondencia es dispar: lo que para algunos es sencillísimo para otros es sumamente difícil y viceversa. Habrá quienes toquen el piano mejor y aprendan más rápido y otros que lo hagan peor… pero todos seguramente, con algunas instrucciones y disciplina, podemos llegar a tocar el piano mejor de lo que lo hacemos ahora. Exactamente lo mismo sucede en el caso de la felicidad:
Todos, seguramente, podemos entrenarnos para ser más felices.

No encuentro una relación forzosa entre las circunstancias de la vida de la gente y su nivel de felicidad. Si las circunstancias externas determinaran per se la felicidad, se trataría de un tema sencillo y no de un tema complejo; es decir, bastaría conocer las circunstancias externas de una persona para saber si es feliz.

Podríamos jugar a predecir la felicidad de acuerdo con dos sencillas evaluaciones:

Si a la persona le pasan cosas buenas= es feliz
Si a la persona le pasan cosas malas= es infeliz

De donde se podría llegar a la conclusión de que ser feliz es un tema de distribución azarosa. Una deducción falsa e infantil o, peor todavía, diseñada para esquivar responsabilidades.

La búsqueda de la felicidad no sólo es un objetivo exclusivamente humano, sino que además es uno de nuestros rasgos distintivos.

Todos los hombres y mujeres del planeta deseamos ser felices, trabajamos para ello, y tenemos derecho a conseguirlo.

Quizá más aún, estamos obligados a ir en pos de esa búsqueda.
El factor F

Un sacerdote decía siempre a sus feligreses que ser desdichado es más fácil, mucho más fácil que ser feliz.

“Cuando me siento desdichado –aclaraba—me digo que estoy tomando la salida más sencilla, que estoy dejando que algunos hechos me alejen de Dios”.
“La felicidad –explicaba--- es algo por lo que debemos trabajar y no un mero sentimiento resultado de que nos ocurra algo bueno”.

No puedo opinar sobre su planteamiento teologal, pero coincido en su propuesta de que ser o no felices parece depender mucho más de nosotros mismos que de los hechos externos.

Intentare mostrar que cada uno es portador del principal – aunque no único—determinante de su nivel de felicidad. Un factor variable de individuo en individuo, y cambiante en diferentes etapas de una misma persona, al que voy a llamar, caprichosamente, “factor F”.

Aun a riesgo de simplificarlo demasiado, lo defino básicamente como la suma de tres elementos principales:

Cierto grado de control y conciencia del intercambio entre nosotros y el entorno. No puedo ser feliz si no me doy por enterado de mi activa participación en todo lo que me pasa.

el desarrollo de una actitud mental que nos permita evitar el desaliento. No puedo ser feliz si siempre renuncio al camino ante la primera dificultad.

El trabajo para alcanzar sabiduría. No puedo ser feliz si me refugio en la ignorancia de los que ni siquiera quieren saber que no saben.

Este libro se centra más en la idea de la felicidad como actitud vital que en el análisis de la emoción subyacente.

Y me parece importante aclara esto de entrada, cuando escucho que la mayoría de las personas hablan de la felicidad como si fuera un sinónimo de estar alegre, y yo estoy seguro de que no es axial.

¿Qué es la felicidad?

La felicidad, cualquiera que sea nuestra definición, tiene que ver con una postura de compromiso incondicional con la propia vida.

Un compromiso con la búsqueda única, personal e intransferible del propio camino. Tan personal e intransferible como la felicidad misma.

Puedo compartir lo que tengo…
Puedo contarte lo que siento…
Puedo dedicarte lo que hago…
Pero no puedo compartir mi felicidad… y No puedo… aunque me duela…
hacerte feliz.

FELICIDAD/BIENESTAR

La felicidad verdadera nace del bien que hacemos y del bien que recibimos.

El ser humano ha tendido siempre a perseguir la felicidad como una meta o un fin, como un estado de bienestar ideal y permanente al que llegar. Sin embargo, parece ser que la felicidad se compone de pequeños momentos, de detalles vividos en el día a día, y quizá su principal característica sea la insignificancia, su capacidad de aparecer y desaparecer de forma constante a lo largo de nuestras vidas.

Otra de las controversias en torno a este tema es dónde buscar la felicidad, si en acontecimientos externos y materiales o en nuestro interior, en nuestras propias disposiciones internas.

La felicidad incluye alegría, pero también otras muchas emociones, algunas de las cuales no son necesariamente positivas (compromiso, lucha, reto, incluso dolor).

Es la motivación, la actividad dirigida a algo, el deseo de ello, su búsqueda, y no el logro o la satisfacción de los deseos, lo que produce en las personas sentimientos positivos más profundos.
El gozo permite experimentar la felicidad.

Muy pocos de nosotros disfrutamos plenamente de algo. Es muy pequeño el júbilo que nos despierta la visión de una puesta de sol, o ver una persona atractiva, o a un pájaro en el vuelo, o un árbol hermoso, o una bella danza. No disfrutamos verdaderamente de nada. Miramos algo, ello nos entretiene o nos excita, tenemos una sensación que llamamos gozo. Pero el disfrute pleno de algo es mucho más profundo, y esto debe ser investigado y comprendido.

Para conocer el verdadero gozo, uno debe ir mucho más profundo. El júbilo no es mera sensación. Requiere una mente extraordinariamente alerta. Debemos comprender esto tan extraordinario, de lo contrario, la vida se vuelve muy trivial, superficial y mezquina: nacer, aprender unas cuantas cosas, sufrir, engendrar hijos, asumir responsabilidades, ganar dinero, tener un poco de entretenimiento intelectual y después morirse.

¿Qué es la alegría?

Es la manifestación del gozo que se experimenta ante un bien.

Las causas de la alegría pueden ser desde un simple bienestar físico, y entonces la alegría dura lo que dura esa causa meramente natural, hasta un bienestar moral o espiritual.
Cuando nos sumimos en ese torbellino sensorial la aparente alegría dura lo que nos dura una noche de parranda, y después viene el vacío, el hastío ¡y la cruda! Los que viven este tipo de alegría están dominados por una profunda tristeza. La tristeza de no saber ser.
¿Podemos hallar la felicidad por medio de cosas?

¿Qué entendemos por felicidad (alegría)? Algunos dirán que la felicidad consiste en obtener todo lo que deseamos. Uno desea un coche, lo obtiene y es feliz. Deseamos cosas, el logro, el éxito, llegar a ser virtuosos... y si lo conseguimos somos felices y si no las conseguimos somos desdichados. Así, lo que muchos llaman felicidad es obtener lo que desean.

Buscamos la felicidad por medio de cosas, de pensamientos e ideas, a través de la relación. Por lo tanto, se vuelven sumamente importantes las cosas, la relación y las ideas, no la felicidad. Cuando buscamos la felicidad por medio de algo, ese algo adquiere un valor mayor que la felicidad misma. Buscamos la felicidad en la familia, en la propiedad, en el nombre, entonces, la propiedad, la familia, el nombre, adquieren una extrema importancia, ya que la felicidad es buscada a través de un medio; de esa manera, el medio destruye al fin.
¿Puede la felicidad hallarse a través de algún medio, de alguna cosa hecha por la mano o por la mente? ¡Es tan obvio que las cosas, las relaciones y las ideas son impermanentes, que siempre terminan por hacernos desdichados! Las cosas son impermanentes y se gastan y se pierden; la relación constituye una fricción constante, y la muerte aguarda; las ideas y las creencias carecen de solidez, de permanencia. Buscamos la felicidad en ellas, sin darnos cuenta de su impermanencia. Así es como el dolor se convierte en nuestro constante compañero.
Hay… una gran diferencia… empezando por el punto de vista meramente semántica:

No es lo mismo SER feliz que ESTAR feliz

La idea de estar feliz, relacionada con la suma de momentos de plenitud, implica un concepto de lucha: tratar de estar alegre cada vez mas tiempo, conseguir cada DIA mas buenos momentos, trabajar para buscar ese estado de goce, intentar estar contento con mas y mas frecuencia. En definitiva, saberse feliz sin perder de vista que solamente son momentos, que no se trata de serlo sino de estarlo: estar feliz- si se consigue encadenar estos momentos, sostienen algunos, se podría hasta tener la “falsa idea” de que se ES feliz, por lo menos hasta que un duro revés nos despierte a la realidad.

La idea de la felicidad como la capacidad de soportar estoicamente los momentos dolorosos, si no se puede evitarlos, pertenece también a este grupo, sosteniendo un ESTAR feliz vinculado a momentos gloriosos y plenos que uno intentaría prolongar no permitiendo que nada los interrumpa o, en un sentido mas amplio, decidiendo que dichos momentos de dolor son el precio a pagar para acceder a los otros, los momentos felices.

Aceptar que existe el concepto de ser feliz tiene punto de partida en una posición absolutamente distinta. La felicidad se constituye aquí en un estado mas o menos permanente y mas o menos divorciado de los avatares del “Mundo factico”, aunque no este bien definido por dónde y con qué se accede a ese estado.

Quienes creen que la felicidad consiste en instantes no ha podido incorporar todavía el concepto de que incluso los malos momentos forman parte de un fenómeno más general, el cual podría configurar un contexto donde sea posible ser feliz.

Encontrar lo bueno dentro de lo malo, por ejemplo, te permitiría casi con seguridad sentirte más feliz incluso en momentos difíciles.

De esto se trata, en gran medida, el “ser o no ser” felices. Se trata de qué hicimos con nuestros sueños… Por eso, la pregunta inicial es… qué hicimos, qué hacemos y qué haremos con esa búsqueda llena de esperanzas que los sueños prometieron para bien y para mal a nuestras ansias.

Si dejo que el sueño me fascine, ese sueño puede transformarse en una fantasía. La fantasía es el sueño que sueño despierto; el sueño del que soy consciente.
Si me permito probarme esa fantasía, si me la pongo como un saco y veo cómo me queda… entonces la fantasía se vuelve ilusión.

Ilusionarse es adueñarse de una fantasía… es hacer propia una imagen soñada.

La Ilusión es como una semilla: si la riego, si la cuido, si la hago crecer, quizá se transforme en deseo y se vuelve un “yo quiero”. Y cuando llego ahí… me doy cuenta de que aquello que “yo quiero” forma parte de quien soy.

El deseo adquiere sentido cuando soy capaz de transformarlo en acción.

La única heroicidad que…: el valor de ser quien uno es.

El héroe de cada uno de nosotros contiene a la persona que cada uno es y que está orgullosa de ser así.

El desafío no es ser otro. El desafío es ser uno mismo.

El rumbo es una cosa y la meta es otra.

La meta es el punto de llegada; el camino es cómo llegar: el rumbo es la dirección, el sentido.
Y el sentido es imprescindible aunque lo único que pueda aportarte sea saber dónde está el norte.

Si uno entiende la diferencia entre el rumbo y la meta, empieza a poder definir muchas cosas.
La felicidad es… la satisfacción de saberse en el camino correcto.

La felicidad es la tranquilidad interna de quien sabe hacia dónde se dirige su vida.
La felicidad es la certeza de no estar perdido.

Sin dirección no hay camino.

El tema está… en saber el rumbo… no está en saber cuán cerca estoy ni en descubrir qué tengo que hacer para llegar.

La cuestión es que aunque el afuera no me deje ver la costa, si yo sé hacia dónde voy, nunca me interesa el lugar al que llegar, sino la dirección en que avanzo.

Si la felicidad dependiera de las metas, dependería del momento de la llegada.

En cambio, si depende de encontrar el rumbo, lo único que importa es estar en camino y que ese camino sea el correcto.

En la vida, el rumbo lo marca el sentido que cada uno decida darle a su existencia.

Y la brújula se consigue contestándose una simple pregunta:

¿Para qué vivo?

No por qué, sino para qué.

No cómo, sino para qué.

No con quién, sino para qué.

No de qué, sino para qué.

La pregunta es personal. Se trata de tu vida…. Contestar con sinceridad esta pregunta es encontrar la brújula para el viaje.

Encontrar la apropia respuesta no es tan difícil. Sobre todo si me animo a no tratar de convencer a nadie. Sobre todo si me atrevo a no tomar prestados de por vida sentidos ajenos.

Encontrar el sentido de tu vida es descubrir la llave de la felicidad.

Y la respuesta a la pregunta sobre el sentido de tu vida está dentro de ti.

Los momentos gloriosos deberían servirme para definir mi rumbo, así como los momentos más infelices pueden transformarse en buenas señales para detectar todo lo que ya no tiene sentido para mí o quizá nunca lo tuvo.

Ser feliz no quiere decir necesariamente estar disfrutando, sino vivir la serenidad que me da saber que estoy en el camino correcto hacia algo que tiene sentido para mí.

Bibliografía
BUCAY, Jorge. Hojas de Ruta: El camino de la Felicidad. Edit. Oceano de México, Segunda Edición, México 2008.

lunes, 8 de marzo de 2010

Sesión 9: Dolor y Sufrimiento




Tristeza y dolor, dos compañeros saludables

A pesar de todo, creo que hay más
Que dolor en un duelo. Existe, por
Ejemplo, el valor de llegar adonde
Nunca llegaste. Y en el acto de dejar
Atrás hay algo de salir al encuentro.
Y cada adiós oculta silencioso
Una bienvenida. La existencia
Es tan sólo una mezcla extraña de
Finales y principios. Y las despedidas,
Mucho más un tema de la vida
Que de la muerte.
Y lo creo porque otros que vivieron
Lo contaron, porque otros que
Sufrieron primero crecieron después
Desde el dolor. Es por eso que sé
Que no estoy sola, que avanzo
Día y noche acompañada. Que
Hay otros que, dejando su marca
En el camino, encontraron más
Tarde… caminando, el sentido verdadero
De haberlo recorrido.

Marta Bujó, No todo es dolor



En el lenguaje de todos los días solemos equiparar el dolor con el sufrimiento, y la tristeza con la depresión.

Si buceamos en las etimologías del duelo encontraremos que aparte de su vínculo con “dolor” existen derivaciones interesantes.

Una es la que relaciona el origen con dwel, que quiere decir “batalla”, “pelea entre dos”; y que sugiere que en el proceso interno de la elaboración de una pérdida, se establece una lucha, un duelo de hegemonías entre la parte de mí que, atada a la realidad acepta la pérdida, y la que quiere retener, la que no está dispuesta a soltar lo que ya no está.

La otra derivación lingüística se vincula a dolos (origen también de nuestro término jurídico “dolo”) que quiere decir “engaño”, “estafa”, “falsedad”, y que nos lleva a pensar en el engaño de todos los que nos han ayudado a creer que podríamos conservar para siempre lo que amábamos, y que todo lo deseado podría ser eterno.

Vamos a recorrer este camino poniendo el acento en la vinculación del duelo con el dolor por lo perdido, pero no olvidemos que una guerra sucede en nuestro interior y que el bando de “los buenos” es el que quiere aceptar que lo ausente ya no está.

No olvidemos que transitamos este camino soportando la frustrada decepción de confirmar que la infantil creencia de las cosas eternas se ha estrellado contra la realidad de una muerte.

Vamos a hablar por ahora de un duelo normal, dejando el duelo patológico para más adelante.

Asociamos inevitablemente la palabra “duelo” con la muerte pero voy a repetir muchas veces en este libro que el proceso de elaboración de un duelo sucede (o mejor dicho sería bueno que sucediera) frente a cualquier pérdida, definiendo como “vivencia penosa” la situación interna frente a lo que ya no está.

Es decir, un duelo puede generarse también a partir de una acción voluntaria, como decidir mudarme o dejar a alguien, y también a partir de hechos ineludibles como el paso del tiempo, por ejemplo.

Frente a la vivencia de la pérdida el proceso de duelo se establece para poder seguir adelante en nuestro camino, para superar la ausencia. Pero en este camino que es el de las lágrimas se nos presentan también algunos senderos que nos alejan del final. Uno es un supuesto atajo otro un desvío que conduce a una vía muerta.


Tres maneras de recorrer el camino frente a la pérdida

Pero no existe más que un camino saludable, el del proceso de elaboración del duelo normal.

La negación de la pérdida es un intento de protegernos contra el dolor y contra la fantasía de sufrir. Si bien es cierto que, como veremos, una etapa normal del recorrido puede incluir un momento de negación de la realidad desagradable, lo consideramos un desvío cuando la persona se estanca en esa etapa y sigue negando la pérdida más allá de los primeros días.

La negación es una forma de fuga, un vano intento de huida de lo doloroso. Y digo vano porque la negación nos lleva al punto de partida. No resuelve nuestra pérdida, sólo la posterga y apuesta a que lo podrá hacer eternamente. El negador vive en un mundo de ficción donde lo perdido todavía no se fue, donde el muerto vive, donde lo que pasó nunca pasó. No es el mundo mágico donde todo se resolvió felizmente, sino la realidad detenida en el momento en que todo estaba por comenzar. El universo congelado un instante antes de enterarme de lo que hubiera preferido no enterarme.

El desvío hacia el sufrimiento, en cambio, es la decisión de no seguir avanzando. Es una especie de pacto con la realidad que conjuga un mayor dolor ante la posibilidad de tener que soltar lo perdido y mi deseo de no soltarlo nunca. Y entonces nos detenemos y nos apegamos a lo que se fue, instalándonos en el lugar del sufrimiento. Sufrir es hacer crónico el dolor. Es transformar un momento en un estado, es apegarse al recuerdo de lo que lloro para no dejar de llorarlo, para no olvidarlo, para no renunciar a eso, para no soltarlo aunque el precio sea mi sufrimiento, una misteriosa lealtad con los ausentes.

En este sentido el sufrimiento siempre es patológico. Es como volverse adicto al malestar, es como pretender evitar lo pero eligiendo lo peor.

El sufrimiento es racional aunque no sea inteligente, induce a la parálisis, es estruendoso, exhibicionista, quiere permanecer y necesita testigos.

El dolor en cambio es silencioso, solitario, implica aceptación, estar en contacto con lo que sentimos con ola carencia y con el vacío que dejó lo ausente.

El sufrimiento pregunta por qué aunque sabe que ninguna respuesta lo conformará; para el dolor, en cambio, se acabaron las preguntas.

El proceso de duelo siempre nos deja solos, impotentes, descentrados y responsables pero, sobre todo, tristes.

El dolor se conecta con un sentimiento: la tristeza. Una emoción normal y saludable, aunque displacentera porque significa extrañar lo perdido.

Aunque la tristeza puede generar una crisis, permite luego que uno vuelva a estar completo, que suceda el cambio, que la vida continúe en todo su esplendor.

La diferencia más importante entre uno y otro es que el dolor siempre tiene un final, en cambio el sufrimiento podría no terminar nunca.

La manera en que podría perpetuarse es desembocando en una enfermedad llamada comúnmente “depresión”. Por si no queda suficientemente claro, depresión no es tristeza y el uso popular indistinto es un gran error y una fuente de dañinos malos entendidos. La depresión es una enfermedad de naturaleza psicológica, que si bien incluye un trastorno del estado de ánimo, excede con mucho ese síntoma.

Partiendo del significado de “depresión” como “pozo, hundimiento, agujero, presión hacia abajo o aplastamiento” entenderemos la enfermedad como una disminución energética global que se manifiesta como falta de voluntad, ausencia de iniciativa o falta de ganas de hacer cosas, trabajos, actividades, etcétera. En la afectividad se expresa como tristeza, vacío existencial, culpa, sensación de soledad. En la mente se crea pesimismo y crecen pensamientos cada vez más dominantes de inseguridad y temor.

Hay que sumar todas las características de una enfermedad para poder diagnosticarla; quiero decir, que una persona se sienta triste, o pesimista, o insegura o se encuentre desganada no necesariamente implica que esté deprimida.

El diagnóstico de depresión es competencia del especialista y no de las evaluaciones de las revistas que empiezan en el supuesto test del estilo de: “!...Si usted sacó más de 15 puntos está deprimido!”.

Entre muchas otras cosas porque también se puede estar deprimido sin padecer ninguno de los síntomas clásicos de la depresión.

Según su causa las depresiones se suelen dividir en externas e internas.

¿Cuáles son esas causas externas? Las desilusiones afectivas, los conflictos interpersonales, la marginación o aislamiento por parte de otras personas, la jubilación, los problemas económicos, la muerte de un ser querido, un fracaso matrimonial, etcétera.

En la mayoría de estas depresiones el factor desencadenante aparece para sumarse a otros hechos del paciente, no tan circunstanciales: baja capacidad de frustración, miedos patológicos, preocupaciones prolongadas, pesimismo, tensión nerviosa, fobia social, tendencia al aislamiento y la soledad, personalidad dependiente, fuerte añoranza del pasado, rigidez de pensamiento y, por supuesto, duelo patológico.

Los deprimidos tienden a deformar sus experiencias, a malinterpretar acontecimientos tomándolos como fracasos personales. Exageran, generalizan y tienden a hacer predicciones negativas del futuro.

Conocer estas causas puede servirnos como ayuda para salir de una depresión o como prevención si no se está en ella, porque la clave para solucionar el problema se encuentra en el nivel de comprensión y de cambio en la forma de encarar estas vivencias.

Si el individuo deprimido pudiera mejorar lo que opina de sí mismo, del mundo, de sus propios pensamientos; si no olvidara practicar alguna actividad física y centrara la atención en comunicarse con personas más optimistas y escucharlas atentamente; si escuchara a Mozart, asistiera a cursos, desarrollara su creatividad e intentara ser más útil a la sociedad a la que pertenece, podríamos decir, sin duda, que ha mejorado su pronóstico y, por ende, su futuro.

Un paso más allá de la depresión está la melancolía. Ya en 1917 Freud comparaba el duelo con la melancolía, porque en ambos casos existe:

• Un estado de ánimo profundamente doloroso,
• Una cesación del interés por el mundo exterior,
• La cancelación de la capacidad de amar,
• La inhibición de todas las funciones psíquicas.

La diferencia entre ambas es que en la melancolía existe, además, una pérdida del sentimiento de sí.

Dicho de otra forma, en el duelo es el mundo el que se muestra empobrecido mientras que en la melancolía es además el propio yo del sujeto el que está vacío, devaluado, minimizado y, aun más, invadido por una visión del futuro llena de expectativas negativas. El melancólico está seguro de que su sufrimiento continuará indefinidamente.

En el duelo se puede localizar fácilmente qué es lo que se ha perdido, mientras que el melancólico ya no sabe o nunca supo lo que ha perdido, porque lo que ha perdido es su conciencia el propio yo.
De alguna manera los duelos patológicos nos conectan con lo que ocurre en la melancolía: ante la pérdida del objeto, el sujeto, en lugar de retirar la energía psíquica (líbido) depositada en el objeto desaparecido y dejarla libre para desplazarse a otro objeto, se retrotrae al yo y ahí se queda, identificándose con el objeto perdido.
Freíd dice que la angustia es la reacción ante el peligro que supone para la integridad del sujeto la pérdida del objeto, mientras que el dolor y la tristeza son la verdadera reacción ante el examen de una realidad que me priva de algo.

Cada tipo de pérdida implica experimentar algún tipo de privación y las reacciones suelen ser en varias áreas:

• Psicológicas
• Físicas
• Sociales
• Emocionales
• Espirituales

Las reacciones psicológicas pueden incluir rabia, culpa, ansiedad o miedo.
Las reacciones físicas incluyen dificultad al dormir, cambio en el apetito, quejas somáticas o enfermedades.

Las reacciones de tipo social incluyen los sentimientos experimentados al tener que cuidar de otros en la familia, el deseo de ver o no a determinados amigos o familiares, o el deseo de regresar al trabajo.

Las reacciones emocionales pueden redundar en extrañar, recordar, llorar o patalear como un niño.

Las reacciones espirituales pueden incluir el cuestionamiento de la fe, la búsqueda de nuevos referentes religiosos y el ingreso a vivencias de búsquedas mágicas de contacto con el pasado.

La respuesta cultural en el caso de la muerte de alguien, por ejemplo, es diferente en cada tiempo y en cada lugar.

Hay reglas, costumbres y rituales para enfrentar la pérdida de un ser querido, que están determinados por la sociedad y que forman parte integral de la ceremonia del duelo.

Pero, a pesar de las diferencias, en cualquier entorno el proceso de duelo normal induce a liberarse de algunos lazos con la persona fallecida, lo cual es indispensable para reintegrar al que queda al ambiente en donde la persona ya no está y construir nuevas relaciones para conseguir reajustarse a la vida normal.

Esta actividad requiere mucha energía física y emocional, y es común ver a personas que experimentan una fatiga abrumadora. Este agotamiento no debe etiquetarse de depresión porque muchas veces es una vivencia transitoria en un duelo absolutamente normal.

El resultado de afrontar el dolor

Cuesta trabajo poder soltar aquello que ya no tengo; poder desligarse y empezar a pensar en lo que sigue. De hecho esto es, para mí, el peor de los desafíos que implica ser un adulto sano, saber que puedo afrontar la pérdida de cualquier cosa.

Este es el coraje, ésta es la fortaleza de la madurez, saber que puedo afrontar todo lo que me pase, inclusive puedo afrontar la idea de que alguna vez yo mismo no voy a estar.

Quizá pueda, por el camino de entender lo transitorio de todos mis vínculos, aceptar también algunas de las cosas que son las más difíciles de aceptar, que no soy infinito, que hay un tiempo para mi paso por este lugar y por este espacio.
Cuentan que había una vez un hombre que fue a visitar a un rabino muy famoso, para hacerle una consulta religiosa.

Cuando entró en la casa vio que estaba totalmente vacía. Sólo había dos banquetas, un colchón tirado en el piso y una mesa muy rudimentaria.

El visitante hizo la consulta y después le preguntó al rabino:

- Perdón, rabino, ¿Dónde están sus muebles?
- Y el rabino le dijo:
- ¿Dónde están los tuyos?
- El hombre contestó:
- Yo no soy de esta ciudad, estoy aquí de paso.
- Yo también estoy de paso – dijo el rabino.