
Tristeza y dolor, dos compañeros saludables
A pesar de todo, creo que hay más
Que dolor en un duelo. Existe, por
Ejemplo, el valor de llegar adonde
Nunca llegaste. Y en el acto de dejar
Atrás hay algo de salir al encuentro.
Y cada adiós oculta silencioso
Una bienvenida. La existencia
Es tan sólo una mezcla extraña de
Finales y principios. Y las despedidas,
Mucho más un tema de la vida
Que de la muerte.
Y lo creo porque otros que vivieron
Lo contaron, porque otros que
Sufrieron primero crecieron después
Desde el dolor. Es por eso que sé
Que no estoy sola, que avanzo
Día y noche acompañada. Que
Hay otros que, dejando su marca
En el camino, encontraron más
Tarde… caminando, el sentido verdadero
De haberlo recorrido.
Marta Bujó, No todo es dolor
En el lenguaje de todos los días solemos equiparar el dolor con el sufrimiento, y la tristeza con la depresión.
Si buceamos en las etimologías del duelo encontraremos que aparte de su vínculo con “dolor” existen derivaciones interesantes.
Una es la que relaciona el origen con dwel, que quiere decir “batalla”, “pelea entre dos”; y que sugiere que en el proceso interno de la elaboración de una pérdida, se establece una lucha, un duelo de hegemonías entre la parte de mí que, atada a la realidad acepta la pérdida, y la que quiere retener, la que no está dispuesta a soltar lo que ya no está.
La otra derivación lingüística se vincula a dolos (origen también de nuestro término jurídico “dolo”) que quiere decir “engaño”, “estafa”, “falsedad”, y que nos lleva a pensar en el engaño de todos los que nos han ayudado a creer que podríamos conservar para siempre lo que amábamos, y que todo lo deseado podría ser eterno.
Vamos a recorrer este camino poniendo el acento en la vinculación del duelo con el dolor por lo perdido, pero no olvidemos que una guerra sucede en nuestro interior y que el bando de “los buenos” es el que quiere aceptar que lo ausente ya no está.
No olvidemos que transitamos este camino soportando la frustrada decepción de confirmar que la infantil creencia de las cosas eternas se ha estrellado contra la realidad de una muerte.
Vamos a hablar por ahora de un duelo normal, dejando el duelo patológico para más adelante.
Asociamos inevitablemente la palabra “duelo” con la muerte pero voy a repetir muchas veces en este libro que el proceso de elaboración de un duelo sucede (o mejor dicho sería bueno que sucediera) frente a cualquier pérdida, definiendo como “vivencia penosa” la situación interna frente a lo que ya no está.
Es decir, un duelo puede generarse también a partir de una acción voluntaria, como decidir mudarme o dejar a alguien, y también a partir de hechos ineludibles como el paso del tiempo, por ejemplo.
Frente a la vivencia de la pérdida el proceso de duelo se establece para poder seguir adelante en nuestro camino, para superar la ausencia. Pero en este camino que es el de las lágrimas se nos presentan también algunos senderos que nos alejan del final. Uno es un supuesto atajo otro un desvío que conduce a una vía muerta.
Tres maneras de recorrer el camino frente a la pérdida
Pero no existe más que un camino saludable, el del proceso de elaboración del duelo normal.
La negación de la pérdida es un intento de protegernos contra el dolor y contra la fantasía de sufrir. Si bien es cierto que, como veremos, una etapa normal del recorrido puede incluir un momento de negación de la realidad desagradable, lo consideramos un desvío cuando la persona se estanca en esa etapa y sigue negando la pérdida más allá de los primeros días.
La negación es una forma de fuga, un vano intento de huida de lo doloroso. Y digo vano porque la negación nos lleva al punto de partida. No resuelve nuestra pérdida, sólo la posterga y apuesta a que lo podrá hacer eternamente. El negador vive en un mundo de ficción donde lo perdido todavía no se fue, donde el muerto vive, donde lo que pasó nunca pasó. No es el mundo mágico donde todo se resolvió felizmente, sino la realidad detenida en el momento en que todo estaba por comenzar. El universo congelado un instante antes de enterarme de lo que hubiera preferido no enterarme.
El desvío hacia el sufrimiento, en cambio, es la decisión de no seguir avanzando. Es una especie de pacto con la realidad que conjuga un mayor dolor ante la posibilidad de tener que soltar lo perdido y mi deseo de no soltarlo nunca. Y entonces nos detenemos y nos apegamos a lo que se fue, instalándonos en el lugar del sufrimiento. Sufrir es hacer crónico el dolor. Es transformar un momento en un estado, es apegarse al recuerdo de lo que lloro para no dejar de llorarlo, para no olvidarlo, para no renunciar a eso, para no soltarlo aunque el precio sea mi sufrimiento, una misteriosa lealtad con los ausentes.
En este sentido el sufrimiento siempre es patológico. Es como volverse adicto al malestar, es como pretender evitar lo pero eligiendo lo peor.
El sufrimiento es racional aunque no sea inteligente, induce a la parálisis, es estruendoso, exhibicionista, quiere permanecer y necesita testigos.
El dolor en cambio es silencioso, solitario, implica aceptación, estar en contacto con lo que sentimos con ola carencia y con el vacío que dejó lo ausente.
El sufrimiento pregunta por qué aunque sabe que ninguna respuesta lo conformará; para el dolor, en cambio, se acabaron las preguntas.
El proceso de duelo siempre nos deja solos, impotentes, descentrados y responsables pero, sobre todo, tristes.
El dolor se conecta con un sentimiento: la tristeza. Una emoción normal y saludable, aunque displacentera porque significa extrañar lo perdido.
Aunque la tristeza puede generar una crisis, permite luego que uno vuelva a estar completo, que suceda el cambio, que la vida continúe en todo su esplendor.
La diferencia más importante entre uno y otro es que el dolor siempre tiene un final, en cambio el sufrimiento podría no terminar nunca.
La manera en que podría perpetuarse es desembocando en una enfermedad llamada comúnmente “depresión”. Por si no queda suficientemente claro, depresión no es tristeza y el uso popular indistinto es un gran error y una fuente de dañinos malos entendidos. La depresión es una enfermedad de naturaleza psicológica, que si bien incluye un trastorno del estado de ánimo, excede con mucho ese síntoma.
Partiendo del significado de “depresión” como “pozo, hundimiento, agujero, presión hacia abajo o aplastamiento” entenderemos la enfermedad como una disminución energética global que se manifiesta como falta de voluntad, ausencia de iniciativa o falta de ganas de hacer cosas, trabajos, actividades, etcétera. En la afectividad se expresa como tristeza, vacío existencial, culpa, sensación de soledad. En la mente se crea pesimismo y crecen pensamientos cada vez más dominantes de inseguridad y temor.
Hay que sumar todas las características de una enfermedad para poder diagnosticarla; quiero decir, que una persona se sienta triste, o pesimista, o insegura o se encuentre desganada no necesariamente implica que esté deprimida.
El diagnóstico de depresión es competencia del especialista y no de las evaluaciones de las revistas que empiezan en el supuesto test del estilo de: “!...Si usted sacó más de 15 puntos está deprimido!”.
Entre muchas otras cosas porque también se puede estar deprimido sin padecer ninguno de los síntomas clásicos de la depresión.
Según su causa las depresiones se suelen dividir en externas e internas.
¿Cuáles son esas causas externas? Las desilusiones afectivas, los conflictos interpersonales, la marginación o aislamiento por parte de otras personas, la jubilación, los problemas económicos, la muerte de un ser querido, un fracaso matrimonial, etcétera.
En la mayoría de estas depresiones el factor desencadenante aparece para sumarse a otros hechos del paciente, no tan circunstanciales: baja capacidad de frustración, miedos patológicos, preocupaciones prolongadas, pesimismo, tensión nerviosa, fobia social, tendencia al aislamiento y la soledad, personalidad dependiente, fuerte añoranza del pasado, rigidez de pensamiento y, por supuesto, duelo patológico.
Los deprimidos tienden a deformar sus experiencias, a malinterpretar acontecimientos tomándolos como fracasos personales. Exageran, generalizan y tienden a hacer predicciones negativas del futuro.
Conocer estas causas puede servirnos como ayuda para salir de una depresión o como prevención si no se está en ella, porque la clave para solucionar el problema se encuentra en el nivel de comprensión y de cambio en la forma de encarar estas vivencias.
Si el individuo deprimido pudiera mejorar lo que opina de sí mismo, del mundo, de sus propios pensamientos; si no olvidara practicar alguna actividad física y centrara la atención en comunicarse con personas más optimistas y escucharlas atentamente; si escuchara a Mozart, asistiera a cursos, desarrollara su creatividad e intentara ser más útil a la sociedad a la que pertenece, podríamos decir, sin duda, que ha mejorado su pronóstico y, por ende, su futuro.
Un paso más allá de la depresión está la melancolía. Ya en 1917 Freud comparaba el duelo con la melancolía, porque en ambos casos existe:
• Un estado de ánimo profundamente doloroso,
• Una cesación del interés por el mundo exterior,
• La cancelación de la capacidad de amar,
• La inhibición de todas las funciones psíquicas.
La diferencia entre ambas es que en la melancolía existe, además, una pérdida del sentimiento de sí.
Dicho de otra forma, en el duelo es el mundo el que se muestra empobrecido mientras que en la melancolía es además el propio yo del sujeto el que está vacío, devaluado, minimizado y, aun más, invadido por una visión del futuro llena de expectativas negativas. El melancólico está seguro de que su sufrimiento continuará indefinidamente.
En el duelo se puede localizar fácilmente qué es lo que se ha perdido, mientras que el melancólico ya no sabe o nunca supo lo que ha perdido, porque lo que ha perdido es su conciencia el propio yo.
De alguna manera los duelos patológicos nos conectan con lo que ocurre en la melancolía: ante la pérdida del objeto, el sujeto, en lugar de retirar la energía psíquica (líbido) depositada en el objeto desaparecido y dejarla libre para desplazarse a otro objeto, se retrotrae al yo y ahí se queda, identificándose con el objeto perdido.
Freíd dice que la angustia es la reacción ante el peligro que supone para la integridad del sujeto la pérdida del objeto, mientras que el dolor y la tristeza son la verdadera reacción ante el examen de una realidad que me priva de algo.
Cada tipo de pérdida implica experimentar algún tipo de privación y las reacciones suelen ser en varias áreas:
• Psicológicas
• Físicas
• Sociales
• Emocionales
• Espirituales
Las reacciones psicológicas pueden incluir rabia, culpa, ansiedad o miedo.
Las reacciones físicas incluyen dificultad al dormir, cambio en el apetito, quejas somáticas o enfermedades.
Las reacciones de tipo social incluyen los sentimientos experimentados al tener que cuidar de otros en la familia, el deseo de ver o no a determinados amigos o familiares, o el deseo de regresar al trabajo.
Las reacciones emocionales pueden redundar en extrañar, recordar, llorar o patalear como un niño.
Las reacciones espirituales pueden incluir el cuestionamiento de la fe, la búsqueda de nuevos referentes religiosos y el ingreso a vivencias de búsquedas mágicas de contacto con el pasado.
La respuesta cultural en el caso de la muerte de alguien, por ejemplo, es diferente en cada tiempo y en cada lugar.
Hay reglas, costumbres y rituales para enfrentar la pérdida de un ser querido, que están determinados por la sociedad y que forman parte integral de la ceremonia del duelo.
Pero, a pesar de las diferencias, en cualquier entorno el proceso de duelo normal induce a liberarse de algunos lazos con la persona fallecida, lo cual es indispensable para reintegrar al que queda al ambiente en donde la persona ya no está y construir nuevas relaciones para conseguir reajustarse a la vida normal.
Esta actividad requiere mucha energía física y emocional, y es común ver a personas que experimentan una fatiga abrumadora. Este agotamiento no debe etiquetarse de depresión porque muchas veces es una vivencia transitoria en un duelo absolutamente normal.
El resultado de afrontar el dolor
Cuesta trabajo poder soltar aquello que ya no tengo; poder desligarse y empezar a pensar en lo que sigue. De hecho esto es, para mí, el peor de los desafíos que implica ser un adulto sano, saber que puedo afrontar la pérdida de cualquier cosa.
Este es el coraje, ésta es la fortaleza de la madurez, saber que puedo afrontar todo lo que me pase, inclusive puedo afrontar la idea de que alguna vez yo mismo no voy a estar.
Quizá pueda, por el camino de entender lo transitorio de todos mis vínculos, aceptar también algunas de las cosas que son las más difíciles de aceptar, que no soy infinito, que hay un tiempo para mi paso por este lugar y por este espacio.
Cuentan que había una vez un hombre que fue a visitar a un rabino muy famoso, para hacerle una consulta religiosa.
Cuando entró en la casa vio que estaba totalmente vacía. Sólo había dos banquetas, un colchón tirado en el piso y una mesa muy rudimentaria.
El visitante hizo la consulta y después le preguntó al rabino:
- Perdón, rabino, ¿Dónde están sus muebles?
- Y el rabino le dijo:
- ¿Dónde están los tuyos?
- El hombre contestó:
- Yo no soy de esta ciudad, estoy aquí de paso.
- Yo también estoy de paso – dijo el rabino.